Para 1920, Estados Unidos experimentaba un fuerte ritmo de
crecimiento económico debido a los avances de la técnica, la
producción en serie y los recursos que obtenía de los países europeos a
los que les había prestado dinero durante la Primera Guerra Mundial.
En 1925, Estados Unidos aportaba la mitad del hierro, carbón, acero,
cobre, petróleo y algodón.
En este ambiente, donde la prosperidad parecía eterna, el ciudadano
medio de Estados Unidos compraba despreocupadamente y a crédito,
radios, automóviles, etcétera. Al mismo tiempo, el mercado bursátil se
había desarrollado mucho. La población también empezó a invertir en
la Bolsa de valores. Las acciones subían a alturas increíbles, pero sin
sospechar que se estaba levantando un castillo de naipes.
Hacia 1928, la construcción y las industrias empezaban a decaer;
para 1929 hubo una disminución de ventas en el cobre y el acero. Sin
embargo se siguieron comprando acciones, hasta que sorpresivamente
el 25 de octubre de ese mismo año las acciones se desplomaron un
40% de su valor.
El pánico estalló y la caída en la Bolsa de valores
rápidamente arrastró a toda la actividad industrial y a toda la economía
estadounidense. Para 1932, unos 5,000 bancos habían desaparecido,
centenares de industrias cerraron sus puertas y miles de trabajadores
se quedaron sin empleo.
Para estabilizarse, Estados Unidos empezó
a cobrar las deudas a los bancos europeos generando una reacción en
cadena. Primero se paralizó la actividad industrial y luego se trasladó
a los países productores de materias primas.
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